Aquí os dejo un relato cortito que escribí hace años sobre la ablación que hacen a la mayoría de las niñas en los países africanos. Es un relato contado en primera persona porque intenté ponerme en la piel de una de estas niñas. Con ello quiero hacer una protesta, ya que estoy totalmente en contra de que se hagan este tipo de rituales. Si os apetece comentar algo después de leerlo, sois libres.
No quiero despertar
Observo a través de la ventana los árboles ondearse con el cálido viento de verano. Escucho esas voces lejanas jugando revoltosamente con el agua. ¡Cómo me gustaría salir a la calle y correr!
Mamá me ha dicho que tendré que resistir este sufrimiento dos días más, sólo dos días. Tengo diez años, soy una mujer. Haré un gran esfuerzo a pesar de resultarme muy difícil esta situación.
Unas cuerdas enlazan mis piernas para que no pueda moverme. Me es imposible cambiar si quiera por un momento de postura. Debido a su grosor y duro tejido rozan mi piel dejando unas grandes magulladuras. Espero que pronto desaparezcan. Dos días y podré ponerme en pie para comenzar de nuevo a disfrutar de la vida.
Estoy cansada, pero creo que contenta. Ya no soy una mujer “abierta” y pronto un hombre me escogerá al descubrir lo trabajadora, obediente y buena que soy.
Muchas veces he oído a papá contar historias de niñas que por no ser vírgenes nadie las ha querido. Para que esta tragedia no vuelva a suceder miles de mujeres, al igual que yo, han sido operadas a través de un ritual muy conocido aquí, en África.
No debo tener ganas de orinar porque las heridas no se curarán y estos pinchos se clavarán incluso más profundamente.
La abuela me obliga a no expresar ningún tipo de queja por mucha molestia que sienta. Eso es signo de inmadurez, replica una y otra vez al apreciar un gesto de desaprobación en mi rostro.
No consigo conciliar el sueño. La misma imagen vuelve a surgir en mi mente. Gritos de desesperación, dolor, ira, angustia, y tantos otros sentimientos, que ahora no recuerdo a causa del miedo, se apoderaron de mi ser.
Las piernas se agitaban sin control. Atada a las patas de una silla comencé a clamar libertad. Pero todo resultó en vano.
La abuela se encargó de realizar la operación. Las demás mujeres, incluida mamá, sujetaban mi cuerpo estremecido por el inmenso dolor que producía aquel corte en mí.
Aprecié un charco oscuro de sangre deslizándose por mis piernas. Mi cuerpo se sacudía. La abuela al notar mi nerviosismo intentó evitar cualquier tipo de resistencia por mi parte.
Comienzo a notar un leve escalofrió recorriendo mi espalda. Parece que la herida no está bien curada. Percibo de nuevo un gran malestar, pero debo guardar este sentimiento para mí.
¡No! Dios mío. Qué ocurre. Por qué siento que voy a morir. Por favor, que acabe ya este infierno.
Cierro los ojos para infundirme en el silencio que vibra incansable en mis oídos. Sentada en la arena observo atónita el vaivén del mar. La brisa acaricia mis mejillas suavemente. El sol de este precioso atardecer refleja mi espíritu radiante de felicidad. Parece que al fin alguien ha escuchado mi plegaria. No quiero despertar.